Ninguno de sus biógrafos anteriores parece haber establecido una comparación entre las dos regiones que fueron en la vida de Agustín Planque sus verdaderos puntos de inserción: el Norte, su lugar natal... y Lyon, la destinada a convertirse en su única tierra de misión. Sin embargo no faltan las coincidencias y Agustín no pudo dejar de captarlas.
Es cierto que, niño, adolescente o sacerdote durante treinta años conoció sólo la monotonía de un paisaje triste y llano, que va de Lille al mar...mientras que Lyon podrá ofrecerle, en ciertas mañanas iluminadas por el sol, la suerte de avistar desde lo alto de la colina de San Ireneo, la línea de los Alpes, brillante hasta el Monte Blanco. Pero al llegar en pleno noviembre y , sin duda también, en plena neblina lyonesa, el joven Padre Planque no se sintió seguramente desorientado...Son en efecto los mismos días de bruma, como los conoció en Chemy o en Cambrai, que lo esperan en Lyon, anegados de lluvia, grisáceos...
Además, en el carácter más bien frío, distante y hasta taciturno de los habitantes, Agustín pudo reconocer un poco a la gente de su raza. Sabe que esta apariencia no impide que la hospitalidad sea sincera y generosa. Una vez franqueada la barrera de su reserva legendaria, Lyon, como el Norte, no es mezquina en la acogida y la amistad. Y sabe Dios que durante cincuenta años éstas barreras caerán ante el Padre Planque, porque él supo ganarse el afecto de sus nuevos conciudadanos y la estima para su obra. Se convertirá en uno de ellos, interesándose en la vida cotidiana de la ciudad, haciéndose de amigos verdaderos y fieles.
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